Queridos Hermanos:
Comparto hoy con ustedes una excelente reflexion del profesor Milton Acosta, publicada en su blog www.pidolapalabra1.blogspot.com. Les invito a que se conviertan en asiduos visitantes de este sitio, el cual es el medio de una voz autorizada para hablarnos acerca de nuestras realidades actuales.
Milton Acosta
Profesor de Antiguo Testamento en la Fundación Universitaria Seminario Bíblico de Colombia (www.unisbc.edu.co)-- M.A. Wheaton College Graduate School-- Ph.D. Trinity Evangelical Divinity School (Antiguo Testamento)-- macosta@unisbc.edu.co
El Ministro Irreconocible
Entre el fuero y el desafuero
Profesor de Antiguo Testamento en la Fundación Universitaria Seminario Bíblico de Colombia (www.unisbc.edu.co)-- M.A. Wheaton College Graduate School-- Ph.D. Trinity Evangelical Divinity School (Antiguo Testamento)-- macosta@unisbc.edu.co
El Ministro Irreconocible
Entre el fuero y el desafuero
Cuando Ananías ordenó que le cambiaran la sonrisa a Pablo, es decir, que le dieran una bofetada, Pablo se embejucó de tal manera, es decir le molestó tanto, que le dijo a Ananías unas palabras no muy amables: “¡Hipócrita, a usted también lo va a golpear Dios! ¡Ahí está sentado para juzgarme según la ley! ¿Y usted mismo viola la ley al mandar que me golpeen?” (Hc 22:3). Pablo está dispuesto a sufrir por el evangelio (Fil 3:10–11), pero no tolera este tipo de abuso.
La reacción de Pablo se debe a que no reconoció al funcionario. Para su sorpresa, quien lo había mandado a abofetear no era otro que ¡el Sumo Sacerdote! Pero, para colmo de las ironías, el Sumo Sacerdote, se ha salido de la ropa, del fuero de su cargo, y de su nombre: “Ananías” es un nombre hebreo que significa “Yavé muestra su gracia”. Es casi como la Dulcinea del Quijote, que de dulce muy poco tenía, pues dejó a Don Quijote en un estado de agotamiento emocional, desesperanza melancólica y listo para morirse.[1] Pablo no reconoció al Sumo ni como agente de la ley, ni como máxima autoridad religiosa y civil, ni como Ananías. Poco respeto le inspiró quien lo maltrataba.
Al saber que se trataba de SSSS (Su Santidad el Sumo Sacerdote), Pablo pide disculpas citando la Escritura: “Hermanos, no me había dado cuenta de que es el Sumo Sacerdote, porque está escrito: ‘No hables mal del jefe de tu pueblo’.” (Hc 22:5; Ex 22:28). La sensación que le queda al lector es ambigua: por un lado tiene la conducta reprochable del Sumo Sacerdote, que amerita la reacción de Pablo; pero por otro lado tiene la Escritura, según la cual estas personas merecen respeto.
En Oseas encontramos algunas otras denuncias de alto calibre dirigidas a los sacerdotes del antiguo Israel: “pandilla de sacerdotes”, “salteadores”, “ladrones”, “infames”, “adúlteros”, “mentirosos” (Os 6:9–7:4). Cero diplomacia. Todo eso es más y peor que lo que le dijo Pablo a Ananías siglos después. La complicación en Oseas es que hay una mezcla de voces: narrador, Oseas y Dios. ¿Quién dijo qué? y ¿qué importa? Esas son las dos preguntas que nos hacemos. La manera como se presenta el texto en la Biblia, indica que fue Oseas o Dios, pero de todos modos hay un narrador que probablemente recopiló las palabras de Oseas, pues el libro comienza relatando en tercera persona.
Sin disculpar los insultos, en ambos casos el ministro de Dios es irreconocible por sus actos. Es decir, si un ministro religioso, en vez de hablar de Cristo, la gracia de Dios, el arrepentimiento y el perdón, cada vez que predica no habla sino de dinero con el fin de sacarle dinero a la gente, entonces el tal ministro es un ladrón, pandillero, salteador, infame y mentiroso. ¿Por qué? Pues porque eso es lo que hacen los ladrones, pandilleros y atracadores; ni más ni menos. No son insultos fortuitos, son ganados, y bien ganados.
Uno de los blancos de la Ilustración fueron las instituciones religiosas y sus representantes. Meslier denunciaba a principios del s. 18 que “nadie se puede oponer a la monarquía absoluta, las pretensiones eclesiásticas, las creencias populares, ni a lo que el llama ‘la tirannie des grands de la terre’, sin sacrificar su propia paz y comodidad, y sin experimentar intimidación y reprensión masiva.” El citado Meslier, además dice que el trabajo principal de los ministros religiosos es mantener a la gente en el error.[2] La veracidad de todo esto se tendrá que estudiar caso por caso, de una religión a otra y de un ministro a otro. Es decir, no se los puede acusar a todos ni defenderlos a todos. El punto es sencillamente que para todo hijo de la Ilustración, el ministro religioso es de entrada sospechoso.
Lucas y Oseas reconocen parte de lo que dice Meslier, que los sacerdotes y ministros tienen una plataforma natural para el abuso: la credulidad de mucha gente, los problemas de la vida y la aura de infalibilidad y poder de tales cargos. Pablo es también un ministro religioso, pero víctima de otro ministro de un rango superior. Con disculpa y todo, y sin querer queriendo, Lucas al contarnos el episodio, da cuenta de un Sumo Sacerdote irreconocible, que abusó de su fuero religioso y se salió del forro. Oseas igualmente denunció, y sin pedir disculpas, otros abusos de ministros.
Lo mínimo que se puede concluir de todo esto es lo siguiente: (1) si usted es un feligrés, recuerde que es una víctima potencial de los ministros abusadores; (2) si usted es un ministro, recuerde dos cosas: para muchas personas y sin haber hecho nada, usted es sospechoso; y, por ser humano, tener una investidura eclesiástica, sufrir los descalabros de la economía, tener credibilidad delante de los crédulos (que no es lo mismo que creyente), usted es un potencial abusador. ¡Cuídese! ¡Y cuídese mucho! No sea que se vuelva irreconocible; y (3) ¿Será que los ministros necesitan que de vez en cuando alguien los regañe y les jalen las riendas? ¿Se debe esperar un cambio de sonrisa para exponer al ministro desaforado?
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