La vocación y el carácter son importantes, pero no son suficientes para asegurar la eficacia en el ministerio.
La vocación y el carácter son importantes, pero no son suficientes para asegurar la eficacia en el ministerio. Se necesita también un mínimo de capacitación. Menospreciar este requisito constituye de por sí un signo de incompetencia para el servicio cristiano. Sería absurdo suponer que, mientras se incrementan cada vez más las exigencias de formación profesional en las empresas humanas, se puede cumplir con responsabilidades en la iglesia prescindiendo de la preparación adecuada.
La historia de la obra evangélica registra casos de hombres que fueron «lanzados» a predicar el Evangelio, a abrir nuevas vías de testimonio o, incluso, a pastorear iglesias con escasa o ninguna preparación. Las circunstancias anormales en que tuvieron que dedicarse al ministerio, la imposibilidad de obtener la formación deseada y las necesidades del campo que apremiaban su entrega, pueden, en cierto modo, justificar estos «lanzamientos». En algunos casos, Dios bendijo admirablemente los esfuerzos de estos hombres. Muchos de estos «obreros improvisados», ya en el ministerio, aprovecharon cuantos medios estuvieron a su alcance para capacitarse. Esto vino a suplir, dentro de lo posible —en ciertos casos de modo asombroso—, la carencia inicial.
Pero las experiencias en situaciones de excepción no son la regla. El hecho de que Dios haya usado en algunos casos a hombres sin capacitación no sienta ningún precedente normativo. Las Escrituras abundan en ejemplos que muestran de manera sobresaliente la necesidad de que el siervo de Dios sea debidamente habilitado para el cumplimiento de su misión. Las antiguas escuelas de los profetas, a partir de Samuel, ofrecen una muestra. Jesús dedicó la mayor parte de su ministerio para formar a los apóstoles. Pablo, educado a los pies de Gamaliel y buen conocedor de la cultura griega, pasó dos años en Arabia formándose en su nueva fe antes de entregarse completamente a su gigantesca obra misionera. Parte de su estrategia para la expansión del Evangelio era el entrenamiento «en cadena» de hombres fieles e idóneos para la enseñanza. (2 Ti 2.2)
Actualmente las opciones para adquirir una educación bíblico-teológica de calidad son diversas. Además de los seminarios residenciales, institutos bíblicos y otros centro análogos, se están multiplicando, con notables resultados, los seminarios por extensión, los cuales posibilitan la formación de los ministros sin que estos tengan que hacer cambios significativos de residencia y estilo de vida. Los cursos por correspondencia son otra opción de estudio sistemático. Y junto a todas las modalidades de educación formal, siempre está la alternativa de la formación autodidacta. Algunos hombres de Dios —Spurgeon entre ellos— alcanzaron por este medio niveles iguales o más altos a los logrados por los más aventajados graduados en facultades de teología. Por supuesto, no todos son capaces de tanto. El autodidacta precisa de dones intelectuales y fuerza de voluntad fuera de lo común. Pero también, aquellos que se benefician de los medios de educación formal siempre deberán complementarlos con estudio y esfuerzo independientes.
Cuando nos referimos a una formación adecuada no queremos dar a entender que se deba adquirir todo el caudal de conocimientos y experiencias que una persona sea capaz de tener. Semejante nivel jamás llega a conseguirse. Por eso el ministro tendrá que ser estudiante durante toda su vida. Su dominio de conocimientos, al igual que su calidad espiritual, deben crecer de día en día. Con ello queremos decir que, en circunstancias promedio, cuando una persona se dedica a un ministerio, debe tener una preparación aceptable que le permita funcionar con un mínimo de soltura y eficacia.
No nos atrevemos a concretar cuál debe ser el mínimo de preparación, pero sí señalaremos los factores que son indispensables. Al considerar cada uno, trataremos de presentar su perspectiva ilimitada a partir del nivel necesario que debe tener cada ministro cuando se inicia en el ministerio.
Formación bíblica
Cualquier ministerio cristiano tiene como base la Palabra de Dios. Tanto la predicación como la obra pastoral deben nutrirse abundantemente de ella. La Palabra debe ser no sólo la fuente de inspiración del ministerio, sino también la esencia misma del mensaje.
Este factor debe subrayarse por su capital importancia. Es lamentable la paradoja que se da en algunos contextos evangélicos: se venera la Biblia, casi hasta las fronteras de la «bibliolatría», pero el conocimiento que se tiene de las Sagradas Escrituras es extremadamente pobre y superficial. Esto genera el debilitamiento inevitable de los creyentes y de las iglesias. Esta condición hace a la iglesia altamente vulnerable ante cualquier «viento de doctrina».
La eficacia en el ministerio depende de la fidelidad a la Palabra de Dios, que es el instrumento del Espíritu Santo. Esta fidelidad no es el celo por ciertos textos o por unas doctrinas predilectas, que a menudo se sostienen por herencia y no por la convicción formada en el estudio personal. Tampoco es el uso reiterado de tópicos, generalmente expresados en frases hermosas, pero estereotipadas y desgastadas por el abuso. La lealtad a las Escrituras nos impone escudriñar profundamente cada vez más en la inmensidad de todo el consejo de Dios.
El mínimo de capacitación bíblica obliga a conocer y discernir los hechos históricos del Antiguo y Nuevo Testamentos, a observar el progreso de la revelación divina a través de los siglos hasta culminar en Jesucristo. Se debe tener el conocimiento básico de cada uno de los libros más importantes del canon bíblico (autor, fondo histórico, propósito, idea central, etc.). El ministro debe estar familiarizado con lo más básico de la poesía, la profecía y la ética bíblicas y tener una clara comprensión de las doctrinas fundamentales (Dios, el hombre, el pecado, Jesucristo, la salvación, la iglesia, etc.).
Partiendo de estos rudimentos, el ministro debe proseguir su estudio día tras día, año tras año, incansablemente. Debe escudriñar sistemáticamente cada uno de los libros de la Biblia, y si es posible, que la investigación sea exhaustiva. «Con el hábito de esfuerzo mental propio de los días de estudiante», como decía J.H. Jowett.
En este quehacer conviene que se usen todos los recursos bibliográficos útiles y disponibles, como buenos comentarios exegéticos, obras de introducción bíblica, tratados de teología, etcétera. Los descubrimientos de otros, en muchos casos guiados por el Espíritu Santo, pueden facilitar notablemente nuestro estudio. No tenemos por qué empeñarnos en redescubrir américas espirituales. Los escritos de los Padres de la Iglesia, de los reformadores, de teólogos sanos, de comentaristas y predicadores son una herencia de gran valor a nuestro alcance. Sería el colmo del absurdo renunciar a ella movidos por un afán mal entendido de independencia intelectual. Sin embargo, todo libro que no sea la Biblia debe leerse con actitud crítica. No todo lo que leemos en una buena obra tiene que merecer nuestra adhesión. Y no todo lo que han escrito autores poco evangélicos debe ser reprobado automáticamente por nosotros. Algunas de las ideas de estos autores son verdaderamente formidables. El ministro debe proceder de la misma forma que lo hicieron los creyentes de Berea, contemporáneos de Pablo (Hch 17.11), y estar en condiciones de «examinarlo todo y retener lo bueno» (1 Ts 5.21).
Todo lo que hemos expuesto sobre la formación bíblica tiene por objeto resaltar la importancia del estudio de las Escrituras. Pero esta formación es más que mera adquisición de conocimientos intelectuales. Incluye indefectiblemente la asimilación espiritual de ese conocimiento y su aplicación en la vida personal. La formación sólo es real cuando a un mayor conocimiento de Dios corresponde una adoración más ferviente, un mayor amor, un mejor servicio; cuando a una más clara comprensión de la persona y la obra de Cristo acompaña una más decidida entrega a hacer la voluntad del Padre; cuando a la certidumbre de la resurrección de Jesucristo se añade el gozo de la esperanza; cuando a la proclamación de su señorío se une nuestra sumisión sin reservas; cuando el concepto correcto de la obra del Espíritu de Dios determina un modo santo de vivir. Si falta esta correspondencia, el ministro se convierte en una figura grotesca, en una especie de monstruo con cabeza descomunal y cuerpo insignificante.
La aplicación personal de la Palabra se proyectará, asimismo, al entorno del ministro. Su juicio acerca de las personas, de las ideas, de las circunstancias y de los hechos a su alrededor se regirá por la verdad divina, y su modo propio de reaccionar y obrar ante ello dará evidencia de la autenticidad de su preparación. La Palabra no sólo debe iluminar la mente; debe trazar todos los perfiles de nuestra actuación. De no ser así, el ministerio puede acarrear más descrédito que gloria a la causa del Evangelio. La iglesia ha sufrido más a causa de eruditos sin santidad que de hombres incultos pero sinceros y de vida irreprochable. Por eso, el verdadero talento bíblico se demuestra sólo cuando la brillantez de pensamiento y de expresión va acompañada de un estilo de vida genuinamente cristiano.
Formación cultural
Una vez establecida la prioridad de la preparación espiritual de sólida base bíblica, también conviene poner en relieve la gran utilidad de un buen bagaje cultural. Los textos de las Escrituras usados por algunos para objetar la erudición humana (1 Co 1.19–1; 2.6, 8; Col 2.8; 1 Ti 6.20) no rechazan el valor de la misma, sino su degradación en una actitud de antagonismo hacia Dios y su verdad. No se debe olvidar que los más grandes líderes del pueblo de Dios poseyeron una cultura amplia. Moisés fue «enseñado en toda la sabiduría de los egipcios» (Hch 7.22). Isaías da evidencias de una intelectualidad refinada. Pablo, paralelamente a su instrucción teológica, manifiesta una gran formación humanística, con conocimiento de la filosofía y la literatura de su tiempo (Hch 17.28). Algo semejante podría decirse de muchos de los Padres de la Iglesia. Los reformadores, incluyendo los promotores del movimiento reformista en España, fueron hombres de gran talla intelectual y amplio saber. Podríamos añadir los nombres de Jorge Whitefield, Juan Wesley, Jonatán Edwards y muchos más, en quienes la piedad y la erudición se combinaron admirablemente para hacer de ellos excelentes instrumentos que Dios usó grandemente para su gloria.
En nuestro tiempo, cuando a la educación se le da tanta importancia, es inconcebible que un ministro del Evangelio carezca del mínimo de formación cultural. De nuevo nos resulta difícil precisar cuál debe ser ese mínimo. En gran parte depende del nivel promedio de educación del país, región o población donde se ministra. Por supuesto, las exigencias para el pastor de una iglesia en una gran capital serán superiores a las de uno que resida en una zona rural cuyos habitantes apenas saben leer y escribir. Sin embargo, aún en los ambientes culturalmente más pobres, el ministro debería estar en un plano comparable al de un maestro de primera enseñanza.
Sobre esta base debe ampliar sus conocimientos, dentro de sus posibilidades, en todas las ramas del saber, especialmente humanidades, historia, literatura, filosofía, arte, sociología, etcétera. La misma particular atención debe prestar a los acontecimientos y corrientes de pensamiento —secular o religioso— contemporáneos. No es un desacierto el consejo de Karl Barth de leer cada día la Biblia y el periódico. La primera nos permite conocer a Dios; el segundo nos ayuda a conocer al mundo. Claro que el consejo presupone un buen sentido de proporcionalidad y equilibrio. Dedicar cinco minutos a la lectura de las Escrituras y una o dos horas a periódicos y revistas no es precisamente lo que se espera de un siervo de Dios.
Por las diversas fuentes de lectura que el ministro utilice será enriquecido en todas las disciplinas. Al incrementar sus conocimientos, sus horizontes se extenderán, recibirá inspiración, aumentará su vocabulario, así como su capacidad argumentativa y de expresión, perfeccionará su capacidad de ordenar ideas. Y —bendición de bendiciones— crecerá en humildad al descubrir que tras cada cosa aprendida quedan aún mil por aprender.
No obstante, es aconsejable ordenar sabiamente las lecturas. Hay «bibliógrafos», devoradores de libros, que indiscriminadamente leen con avidez cualquier obra que cae en sus manos. A menudo, el resultado es que no retienen nada. La limitación del tiempo impone que la lectura sea selectiva. Las obras escogidas deberían ser las mejores de cada materia, pues lo importante es la calidad, no la cantidad. Thomas Hobbes, filósofo inglés, decía: «Si hubiese leído tantos libros como otras personas, sabría tan poco como ellas.»
Una obra valiosa merece, después de una primera lectura rápida, una segunda lectura más reposada, acompañada de la reflexión personal que permita digerir saludablemente lo leído. Subrayar y hacer acotaciones en el transcurso de la lectura, ya sea en el libro mismo o en una libreta destinada para tal efecto, es una práctica muy útil. Asimismo, conviene hacer un análisis, una crítica y un resumen de cada obra leída, reteniendo en la memoria lo más importante. El material que se considere provechoso se preservará mediante algún sistema de archivo.
Nunca valoraremos suficientemente la importancia de la lectura y el estudio. Por otro lado, es muy beneficioso que nos mantengamos alerta para no caer en el intelectualismo divorciado de la comunión con Dios. «Después de todo, el hombre de sólida formación, el estudioso es únicamente la materia prima de la que se está formando el ministro cristiano. La influencia vivificadora del Espíritu Todopoderoso es aún más necesaria para dar luz, vida y movimiento a la sustancia inerte, para moldearla según la imagen divina y hacer de ella "un vaso para honra, útil para los usos del Señor". Tampoco debemos negar que los hábitos del estudio van acompañados de tentaciones insidiosas. El árbol del conocimiento puede florecer mientras que el árbol de la vida languidece. Todo aumento del conocimiento intelectual tiene una natural tendencia al ensalzamiento propio ... Un juicio sano y una mente espiritual deben encaminar los estudios hacia el fin principal del ministerio.» (Watts, Humble endeavour for a revival, págs. 17–18)
Podríamos concluir con Quesnel: «No leer ni estudiar en absoluto es tentar a Dios; no hacer otra cosa que estudiar es olvidar el ministerio; estudiar sólo para gloriarse en el conocimiento que uno posee es vanidad vergonzosa; estudiar en busca de medios para adular a los pecadores es una prevaricación deplorable; pero llenar la mente del conocimiento propio de santos mediante el estudio y la oración y difundir ese conocimiento con sólidas instrucciones y exhortaciones prácticas es ser un ministro prudente, celoso y activo.» (C. Bridges, The christian ministry, pág. 50)
Formación humana
Con formación humana nos referimos a los conocimientos que se adquieren por el contacto directo con el mundo que nos rodea, especialmente con nuestros semejantes. Este sistema de formación es insustituible. Por medio de él aprendemos cosas que no llegamos a encontrar en los libros. Y aún aquellas que leemos, si forman parte de nuestra experiencia personal, se graban en nosotros con mayor profundidad.
Hay mucho en la vida humana, tanto negativo como positivo, de lo que debemos ser testigos presenciales para poder comprenderlo a fondo. Una cosa es leer acerca de la conciencia de pecado, pero otra muy distinta es enfrentarse ante la experiencia de la lucha agónica, de debilidad, de caída. No es lo mismo leer acerca de la tentación que oír a una persona referirse a una experiencia, propia o ajena, con el sentimiento torturador de la culpa. Tampoco es lo mismo leer el capítulo siete de la carta a los Romanos que ver a un creyente desgarrado por las fuerzas opuestas que combaten en su interior.
Asimismo, hay diferencia entre la preciosa doctrina de la regeneración y la contemplación de un hombre arrancado de las garras del vicio y transformado en un santo que testifica del poder de la gracia de Dios. Y ¿qué decir de lo que aprendemos junto al pobre que se goza en sus riquezas espirituales, junto al atribulado que deja entrever el poder sobrenatural que lo sostiene, o al lado del moribundo que, recitando el Salmo 23, entra sereno, sin sobresaltos, a la eternidad? Ciertamente, nada hay más impresionante ni más enriquecedor que contemplar cara a cara la vida humana con su riqueza de experiencias, con sus misterios y sus contradicciones, con sus glorias y sus miserias.
Pero este gran «libro» que la existencia misma nos ofrece no es fácil de leer. Exige atención. Hay quienes viven como si anduvieran con los ojos vendados, sin apenas percatarse de los tesoros de experiencia humana que hay en su entorno. Tal clase de personas no llegan muy lejos en el camino de la formación vivencial.
Es necesario aprender a detenerse, observar y escuchar. Y después de haber visto y oído escrutadoramente, es imprescindible reflexionar. Desgraciadamente, la facultad de reflexión se halla adormecida en muchas personas, incluidas algunas de las que se consideran intelectuales. Quizás la causa radica en un desmesurado activismo, aún de tipo intelectual, que priva del tiempo necesario para meditar. Tal vez debiéramos pedirle a algún amigo cuáquero que nos iniciara en la excelencia del silencio. J.O. Sanders (Liderazgo espiritual, pág. 101) refiere la anécdota del poeta Southey cuando le explicaba a una anciana que pertenecía a la Sociedad de los Amigos su modo extraordinario de aprovechar el tiempo. Él le compartió que aprendía portugués mientras se lavaba, y otras materias mientras se vestía, desayunaba o se ocupaba en otros quehaceres diversos. No desperdiciaba ni un instante. Ingenuamente, la mujer le preguntó: «Y ¿cuándo piensas?»
El general De Gaulle dejó otra buena ilustración. A partir de las nueve de la noche no recibía a nadie.
Desde esa hora hasta que se acostaba, se quedaba a solas consigo mismo y con las cuestiones de gobierno que demandaban su atención. Si un estadista sentía la necesidad de reflexionar hasta tal punto, ¿cuánto más no debería sentirla un ministro de Jesucristo?
Sólo si dedicara tiempo a la meditación reflexiva se beneficiaría plenamente de su triple formación, bíblica, cultural y humana.
José M. Martínez es español, pastor y escritor. Es autor del éxito de librería Hermenéutica bíblica.
Tomado de:
http://www.desarrollocristiano.com/articulo.php?id=128&c=all
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