La disposición a tomar un compromiso para siempre con el Señor. Vivir apasionados por Jesús, depender de Él y enamorarnos cada día más, son decisiones necesarias de tomar.
Un día Jesús fue el huésped en la casa de Simón el leproso. Mateo nos dice que María, Marta y Lázaro estaban presentes. Juan añade: “Y le hicieron allí una cena; Marta servía” (Juan 12:1-2).
Creo que en Marta y María tenemos representados los dos tipos de personas que hay en el cuerpo de Cristo. Ambos son válidos. Ambos diligentes. Jesucristo los ama a ambos. Uno es el creyente orientado al servicio, y el otro es el creyente orientado a la comunión. El cuerpo de Cristo no podría funcionar bien si solo tuviera uno de los dos tipos de creyentes.
Jesús, Lázaro y los demás estaban reclinados a la mesa, mientras Marta servía. Aquel mismo día Jesús les había dicho a sus discípulos que al cabo de dos días llegaría la Pascua judía, y que Él sería entregado para que lo crucificaran pero, al parecer, sus palabras habían caído en oídos sordos. Todo el mundo estaba comiendo, bebiendo y charlando alegremente. ¿Acaso no había oído nadie lo que Jesús había dicho?
Por lo que sucedió después, se ve que una persona sí lo había comprendido.
Sin advertencia alguna, María apareció con un frasco de alabastro en el que había un costoso perfume: una libra de nardo puro que valía trescientos denarios, el salario de todo un año. Antes de que nadie pudiera detenerla, María, siguiendo una costumbre judía según la cual las personas pudientes ungían el cuerpo de sus seres amados con un aceite de gran precio antes de sepultarlo, quebró el cuello del frasco y comenzó a derramar su valioso contenido sobre la cabeza de Cristo, y a ungirle los pies. Al instante se hallaba arrodillada delante de Él, enjugándole los pies con su cabello, mientras la fragancia de aquel perfume llenaba toda la casa.
Por un momento todos los que estaban en aquella sala se quedaron mudos en sus asientos. Entonces, las airadas objeciones de Judas Iscariote rompieron su estupefacto silencio: “¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?”, reclamó. Juan revela los verdaderos motivos e intenciones que tenía aquel discípulo para protestar: “Pero dijo esto, no porque se cuidara de los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella” (12:6).
Judas no fue la única persona que criticó aquel extravagante despliegue de entrega por parte de María. Entre los presentes hubo otros que también la reprendieron. Marcos dice que se enojaban dentro de sí, y dijeron: “¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?” (14:4-5). Cuando uno comienza a amar a Jesús como María de Betania lo amó, tarde o temprano habrá quien va a reprenderlo. De eso puede estar seguro.
Cuando Jesús comenzó a hablar, se calló todo el clamor que había alrededor de aquella mesa en la casa de Simón. Por supuesto, Él iba a regañar a María por ser tan imprudente. Al fin y al cabo, ¿no había enseñado el Maestro acerca de aquel hijo pródigo que había malgastado sus bienes con una vida disipada? ¡Estaban seguros de que María estaba a punto de recibir el regaño más fuerte de toda su vida!
Pero la reacción de Jesús dejó a los presentes casi tan perplejos como lo habían dejado las acciones de María: “Pero Jesús dijo: Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho. Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Marcos 14:6-9).
Tanto María como Marta ministraron a Jesús aquel día. Haciendo un gran esfuerzo por preparar un banquete digno del Maestro, Marta le sirvió a su Señor un festín natural. María le preparó uno espiritual; algo que Él pudiera disfrutar y en lo que pudiera deleitarse solo dos días antes de tener que soportar las peores horas de toda su existencia. María le dio algo que procedía de ella, de su propio corazón.
No hay regla alguna que diga que tenemos que vaciar nuestra cuenta de banco, cerrar las puertas de nuestro negocio y tomar el próximo avión con destino a África. Nunca cometa el error de pensar que Jesús nos exige que seamos extravagantes. Todo lo que Él exige es la simple entrega de nuestro corazón en amor y obediencia; que tomemos nuestra cruz y lo sigamos.
Jesucristo ama al mundo y ama a la Iglesia, pero hay un plan especial con el que alimenta en privado a quienes lo aman. Hay un maná divino que reserva para los que se derrochan extravagantemente en su presencia.
Ninguno de nosotros tiene opción alguna cuando se trata de si vamos a derrochar nuestra vida, o no. La única opción que tenemos es decidir cómo vamos a derrocharla. Todos nosotros, o derrochamos la vida en el pecado y las concesiones al mundo, la pasividad y los cuidados de esta vida, o la “derrochamos” en Jesús. Podemos derrochar la vida sirviendo al diablo o podemos invertir nuestra vida y recursos en Jesús, tal como lo hizo María, acumulando así un tesoro en los cielos, donde no corrompen ni la polilla ni el orín, y donde los ladrones no pueden entrar a robarlo.
Tomado del libro: Pasión por Jesús de Editorial Casa Creación |
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