Y el Señor Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás?
Esta pregunta se dio luego que el hombre (Adán y Eva), habían traspasado el límite divino. Es lo que se ha llamado la caída, en respuesta a esa realidad optaron por esconderse, pues la vergüenza de haber sido descubiertos por su caída los obligó a ello.
Esto es propio del que se cae al quebrantar la confianza de una buena relación. La gente habla “está caído conmigo” o “estas caído”. En la vida práctica es así, el que está caído nunca sale al encuentro del que ofendió, su conciencia lo acusa y lo desnuda ante su propia realidad.
Nadie que está caído, busca al ofendido ni se expone a su mirada o un dialogo amplio y sincero con este. Tiene que ser el ofendido el que debe proponer un dialogo para que el caído ofrezca sus descargos.
La pregunta divina antes de ser inquisitiva obedece más a un acto de su amor y gracia a favor de la criatura caída. Ha sido Dios el que por siempre ha salido al encuentro del pecador, él sabe que nunca va a reconocer su pecado por iniciativa propia.
Hemos leído que estamos frente a un Dios omnisciente y omnipresente, acaso no sabía dónde se encontraba el hombre. Claro que sí. Lo que invitó en aquel entonces y a nosotros hoy es a que sepamos que nunca podemos escondernos de su presencia, ni antes ni después de pecar.
Pero también esta escena nos registra el gran deseo de Dios de salir a nuestro encuentro, para restaurar esa relación quebrantada.
Enseñanzas prácticas
Cuando pecas, se desnuda la vergüenza de tu corazón, lo que te lleva a esconderte del creador, lo cual es un grave error.
Cuando dañas la relación con alguien, ya sabes que no toleraras su presencia, ni su mirada y siempre te incomodarán sus preguntas.
Si eres ofendido, sigue la iniciativa divina. Ya sabes que cuando alguien te evade, seguramente es porque en secreto te ha dañado o está en camino de hacerlo.
Sal al encuentro del que te ofendió, pues está llevando la vergüenza de su corazón.