Cuando el Señor Jesucristo habló de la responsabilidad
del cristiano que es el rendimiento completo
a Dios, usó la figura de la vid y el pámpano, y dijo:
«Permaneced en mí» (Jn. 15:1-17). Los resultados
de dicha vida que está en intima comunión con
Cristo son tres: 1) Su oración es 'eficaz: «Si moráis
en mí, y mis palabras moran en vosotros, pediréis
cuanto quisiereis, y os será hecho»; 2) su gozo es
celestial: «Estas cosas os he dicho, para que quede
mi gozo en vosotros, y vuestro gozo sea completo»;
3) su fruto es permanente: «Vosotros no me elegísteis
a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he
designado a fin de que vayáis y llevéis mucho fruto,
y permanezca vuestro fruto.» Se incluye en estos
resultados todo lo que es vital en la vida cristiana,
lo cual se obtiene por medio de la obediencia a todo
lo que Cristo nos ha mandado: «Si guardáreis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como
yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y
permanezco en su amor.» Entonces, permanecer en
Cristo consiste sencillamente en entregarse a la voluntad
conocida del Señor, tal como Cristo se abandonó
a la voluntad de Su Padre.
La entrega de la vida a la voluntad de Dios no se
demuestra por medio de un solo acto tocante a un
problema especial; antes bien es decidirse a someterse
incondicionalmente a la voluntad de Dios como
norma de vida. Estar en la voluntad de Dios es
estar dispuesto a cumplir Su voluntad sin hacer referencia
a una cosa en particular que El exija.
Es elegir Su voluntad como definitiva aun antes de
saber lo que quiera que hagamos. Por lo tanto, no es
cuestión de estar listo a cumplir con cierto deber,
sino de estar dispuesto a cumplir con todo, cuando,
donde y como le parezca mejor a El en Su corazón
de amor. Es tomar la actitud normal y natural de
un niño que consiente con toda confianza a la voluntad
del padre aun antes que se le revele algo de
ella. Nunca será demasiado el énfasis sobre esta distinción.
Es muy natural decir: «Si El quiere que yo
haga algo, que me lo diga, y entonces me decidiré
a hacerlo o no.» A una persona con tal actitud de
corazón, el Señor no se manifiesta ni le revela nada.
Tiene que haber una relación de confianza en la
cual Su voluntad se acepta sin reserva una vez para
siempre. ¿Y por qué no? Nuestra indocilidad podría
expresarse a veces con las palabras del siervo malvado:
«Tuve miedo de ti, por cuanto eres un hombre
austero.» ¿Es duro y austero nuestro amante Salvador?
¿Hay esperanza alguna de que nosotros mismos
seamos tan sabios para escoger lo mejor, si nos
dirigimos a nosotros mismos? ¿Será posible que el
Padre, cuyo amor es infinito, maltrate a Su hijo?
¿O le descuidará?
No prometemos no pecar ni violar la voluntad de
Dios cuando nos rendimos a El. Tampoco prometemos
cambiar nuestros deseos. La actitud exacta de
nuestra parte se ha expresado en estas palabras:
«Estoy dispuesto a que se me haga dócil para hacer
Su voluntad.» Otra vez conviene decir, que la cuestión
de la rendición, cosa tan sencilla, instantáneamente
se complica, cuando se relaciona con una decisión
específica de obediencia. Se trata únicamente
de la voluntad de Dios en abstracto en la cual
tenemos la confianza de que en todo detalle El obrará
en nosotros lo que le agrada. Efectuará en nosotros
«así el querer como el obrar a causa de su buena
voluntad».
Puede ser que tengamos que esperar por mucho
tiempo para conocer Su voluntad; pero una vez se
nos revela, no habrá lugar para ninguna discusión
en el corazón que no desea apagar el Espíritu.
Muchas veces hay los que quieren entendel mejor
cómo se puede conocer la voluntad de Dios. A los
tales se les puede contestar:
Primero, Su dirección es solamente para los que se
han entregado para hacer lo que El escoja. A éstos
se les puede decir: «Dios puede hablar suficientemente
recio para que oiga el alma dispuesta a oír.»
Segundo, la dirección se conforma siempre a las
Escrituras. Podemos acudir siempre a Su Palabra en
espíritu de oración a fin de buscar Su voluntad;
pero es peligroso usar la Biblia como si fuera una
lotería mágica. No aprendemos el significado de un
pasaje por medio de «echar suertes». Tampoco descubrimos
la voluntad de Dios al abrir la Biblia y
aceptar el sentimiento del primer versículo que por
casualidad leemos. No es cuestión de suerte, ni nuestra
relación a Su Palabra es tan superficial que esperemos
hallar Su plan para nuestra vida leyendo
ciegamente un versículo que nos aparezca por casualidad.
Nos conviene estudiar y conocer las Escrituras
para que cada palabra de Su testimonio nos instruya.
Tercero, Dios no guía a Sus hijos por medio de
reglas. Dos de Sus hijos no serán dirigidos del mismo
modo, y es muy probable que ninguno de Sus hijos
será guiado dos veces exactamente de la misma
manera. Por lo tanto, las reglas pueden ser engañosas.
La espiritualidad verdadera consiste en una
vida libre de la ley que experimenta el poder del
Espíritu para llevar a cabo todo individualmente,
hasta el detalle más pequeño·.
Cuarto, la dirección divina es por medio del Espíritu
que mora en el cristiano. Por lo tanto, se deduce
que la dirección verdadera, en esta dispensación, se
efectuará por medio de un conocimiento interior
antes que por señales exteriores. Despues de llenar
fielmente los requisitos para la vlda espIfltual, tenemos
«la mente del Espíritu», capaz para convencernos
de lo malo, e impartirnos una convicción clara
de lo bueno.
Tomado del libro El Hombre Espiritual de Lewis Sperry Chafer
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