He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; eran tuyos y me los diste, y han guardado tu palabra... Cuando estaba con ellos los guardaba en tu nombre, el nombre que me diste; y los guardé y ninguno se perdió excepto el hijo de perdición. Juan 17.6, 12 (NVI)
Un discípulo es, por naturaleza, alguien que está en proceso de formación. Encontrarse en esta etapa específica de la vida significa que su madurez espiritual va a estar en permanente fluctuación. Por momentos, va a desplegar gran sabiduría en su comportamiento y sus palabras. En otros momentos, demostrará su falta de crecimiento cometiendo errores que pueden hasta ser groseros.
Tal fue el caso de los doce que acompañaron al Mesías. En ocasiones le dieron profundas alegrías al Señor como, por ejemplo, cuando regresaron con los setenta. El evangelista nos dice que en «aquella misma hora él se regocijó mucho en el Espíritu Santo» (Lc 10.21). Estaba comenzando a ver el fruto de su ministerio con los discípulos. En otras ocasiones, sin embargo, los mismos doce le provocaron profundas desilusiones. Cuando bajó del monte de la transfiguración, por ejemplo, encontró a sus discípulos enredados en una discusión con los fariseos acerca de la manera de sanar a un muchacho epiléptico. En esa oportunidad, exclamó: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?» (Mr 9.19 - LBLA).
La pregunta que nos enfrenta, entonces, es ¿cómo hacer para no desanimarnos con las personas que estamos formando?
Nuestro texto revela el secreto de la perseverancia del Hijo de Dios con los doce varones, que nos hubieran más que exasperado a nosotros. Cristo no basaba su evaluación de la aptitud de los discípulos en el comportamiento de los doce. De seguro que en más de una ocasión los hubiera desechado. Pero tome nota de la oración del Hijo de Dios al final de su ministerio: «Los hombres del mundo que Tú me diste; eran TUYOS y me los diste» (Jn 17.6). Aquí está la clave. Jesús no había escogido a estos hombres, sino que los había recibido de la mano del Padre. Y como los había recibido de su mano, podía confiar que el Padre no se había equivocado con las personas que le había entregado. Esta convicción lo mantuvo firme en medio de muchas circunstancias adversas.
Un líder debe tener esta misma convicción con las personas que está formando. Debe poseer la certeza de que está invirtiendo en la vida de las personas que el Padre le ha confiado, si es que quiere perseverar en la tarea, pues habrá muchas ocasiones donde se sentirá desanimado por la falta de madurez de sus seguidores. No obstante, si fija los ojos en estas desilusiones, ¡bien pronto desistirá del trabajo que le ha sido encomendado! Conozco un pastor que no tiene un mismo equipo ministerial por más de seis meses. Cada vez que alguno le falla, lo descarta y escoge a otro. El resultado es que en muchos años de ministerio no ha formado a nadie. ¡Solamente una fuerte convicción espiritual nos mantendrá firmes en medio de las desilusiones y frustraciones que a veces nos producen nuestros discípulos!
Para pensar:
«La voluntad de perseverar es, muchas veces, lo que marca la diferencia entre el éxito y el fracaso». D. Sarnoff.
Shaw, Christopher: Alza Tus Ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica : Desarrollo Cristiano Internacional, 2005, S. 9 de marzo
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