Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo, porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Romanos 10.9–10
Es muy interesante meditar en las condiciones que Pablo establece para la salvación. Es marcada la diferencia con la «fórmula» que solemos usar para invitar a las personas a «recibir a Jesús en el corazón». En la mayoría de las presentaciones que hacemos del evangelio ponemos el acento en el hecho de que Cristo murió por nuestros pecados, pagando en la cruz el precio necesario para nuestra redención. La evidencia bíblica a favor de esta afirmación es abundante y contundente; no necesitamos presentar citas para justificar esta verdad. Lo que deseo notar, no obstante, es que la obra en la cruz es solamente una mitad del evangelio. La otra mitad del evangelio se centra en el evento más dramático de la historia: que Cristo fue levantado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre, desde donde reina hoy.
Cuando nuestro concepto del evangelio se centra exclusivamente en la cruz, terminamos relacionados con un Jesús histórico. El evento que nos libró del pecado ocurrió hace dos mil años, pero nos separa tanta distancia de aquella figura que caminó por los tierras de Palestina, que fácilmente se convierte en un sabio maestro que ilumina, desde la historia, nuestros pasos hoy. No podremos escapar, sin embargo, de la sensación de que estamos solos en la vida, cada uno tratando de lograr una victoria espiritual por su cuenta.
Note el marcado contraste que presenta el versículo de hoy. Pablo afirma que para ser salvos son necesarias dos cosas: en primer lugar, confesar con la boca que Jesús es el Señor. Es interesante que esta afirmación deba ser verbal y audible. Para la gente que vivía en el mundo del apóstol, declarar el señorío de alguien implicaba el reconocimiento de un amo sobre su vida. No era simplemente un gerente, un director o un guía. Era la persona que tenía derechos absolutos sobre la vida de la persona, para disponer de su tiempo y sus bienes como mejor le parecía. De más está decir que un muerto no puede enseñorearse de nadie. Por esta razón la confesión se centraba en el Cristo vivo.
La segunda condición para ser salvo se refería a creer, con el corazón, «que Dios lo levantó de entre los muertos». Note, una vez más, el énfasis en los eventos que ocurrieron después de la muerte de Cristo. Creer que fue levantado de la muerte conduce, automáticamente, a la conclusión de que ¡él vive hoy! Y esta es, en realidad, la verdadera esperanza de los que están en Cristo. «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gl 2.20), declaraba el apóstol en Gálatas. La vida cristiana consiste en descubrir las maneras en que el Cristo resucitado obra y se relaciona conmigo en el mundo en el que me encuentro, a inicios del siglo XXI.
Para pensar:
«La resurrección es a nuestra fe lo que el agua es al océano, la piedra a la montaña o la sangre al cuerpo». R. Linquist.
Shaw, Christopher: Alza Tus Ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica : Desarrollo Cristiano Internacional, 2005, S. 30 de octubre
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