La finalidad de todo lo que hacemos dentro del contexto de la Iglesia es la adoración a Dios
Contexto
Los fariseos se caracterizaban por la puntillosa adhesión a reglas que gobernaban todos los aspectos de su vida. Su cumplimiento estricto de estas reglas, sin embargo, se había convertido en un fin en sí mismo. Por el camino habían perdido de vista el propósito por el cual las cumplían. Vivían sin entender lo que señalaría el apóstol Pablo: «Tales cosas tienen a la verdad, la apariencia de sabiduría en una religión humana, en la humillación de sí mismo y en el trato severo del cuerpo, pero carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne» (Col 2.23). Cuando nuestro caminar con Cristo se transforma en simples ritos indefectiblemente nuestro corazón se secará y acabaremos perdiendo la relación con el autor de la vida.
Introducción
Hace unos años me encontraba intentando identificar qué me motivaba a ganar a otros para Cristo. La respuesta que vino a mi mente era que estos convertidos podían, a su vez, ganar a otros para Cristo y así extender el Reino hasta lo último de la tierra. No obstante, quedé pensando que algo no estaba bien con mi planteamiento. Imaginaba que cualquiera que no fuera cristiano me podía preguntar: «¿Quieres decirme que lo único que tienes en mente al compartir el evangelio con otros es sumar personas para cumplir el trabajo de evangelizar?» Recuerdo cuán vacío me sentía con esta idea. Creo que era reflejo de la poca sustancia que sostenía mi propia relación con Cristo.
Gracias a Dios pude corregir esa perspectiva, pues entendí que la razón por la que deseamos ganar a personas para Cristo es reconciliarlas con Dios. El contenido y la esencia de la vida consiste en vivir para Dios, al traer gloria a su nombre en toda obra realizada. La evangelización no es un fin en sí misma. La adoración de Dios es el fin por el que evangelizamos. De la misma manera, ninguna de las otras actividades es un fin en sí misma. No enseñamos la Palabra, ni ofrendamos, ni nos reunimos por el valor esencial de estas acciones. Nuestro propósito es que las mismas sirvan para que nos convirtamos en verdaderos adoradores del Señor.
Desarrollo
La esencia del asunto
En el pasaje de Mateo, Cristo cita un texto de Isaías 29.13: «Por cuanto este pueblo se acerca a mí con sus palabras y me honra con sus labios, pero aleja de mí su corazón, y su veneración hacia mí es solo una tradición aprendida de memoria». Lo primero que quisiera señalar es que existe un punto de encuentro entre el «honrar con los labios» del verso 8 con el «me rinden culto» del verso 9; ese punto es la honra. Es decir, el propósito de nuestros actos hacia Dios es rendirle honra. Al hablar de honra no me refiero a que lo volvamos a él más honorable. Nosotros no añadimos nada a la persona de Dios cuando lo adoramos.
El salmista declara: «Gloria y majestad están delante de El; poder y hermosura en su santuario. den al Señor, oh familias de los pueblos, den al Señor gloria y poder» (96.6–7). Lo primero que debemos afirmar, entonces, es que la honra no es otra acción que reflejar a Dios la gloria que emana de su propia persona. Es hablarle al Señor de la hermosura que existe en él.
La adoración tiene dos partes
Cuando Jesús señala que los labios y el corazón se han separado del proceso de adoración nos ayuda a entender que estos dos elementos deben siempre ir juntos. La alabanza de los labios se refiere a una acción, algo que ejecutamos con nuestros cuerpos.
A lo largo de la historia del pueblo de Dios la adoración siempre se ha referido a una respuesta física. De hecho, la raíz de la palabra hebrea para «adorar» significa «postrarse en tierra». Y entre los judíos el acto de adorar siempre implicó postrarse, levantar manos, arrodillarse, cantar, batir palmas, orar o proclamar verdades. Todo esto forma parte de la respuesta del hombre que nosotros hemos llamado adorar.
Los actos físicos de adorar, sin embargo, se pueden llevar adelante sin que el corazón participe con ellos. Seguramente hemos participado, en la vida cotidiana, de situaciones similares. Un hombre, amado y respetado por todos, se jubila de una empresa. En una ceremonia de despedida se lo agasaja y premia por los años de labor. Las expresiones de afecto son cálidas y genuinas. Luego, unos años más tarde, otro empleado que ha sido toda la vida un gruñon mal humorado también se jubila. La empresa también lo agasaja y premia. La ceremonia es idéntica a la anterior, pero las expresiones de aprecio suenan huecas y vacías.
Encender el corazón
El ingrediente del afecto es el que falta. Cuando nuestros actos de alabanza carecen de un genuino afecto hacia Dios, se tornan vacíos y carentes de significado. Cuando la Palabra nos exhorta a que adoremos al Dios de los cielos y la tierra, podemos estar seguros de que nos llama a algo más que simplemente los ritos externos de adoración, los actos físicos de honra que pueden estar divorciados de los sentimientos.
¿Cómo se ve este proceso de adorar «de todo corazón»? Queda claro que nuestros actos de adoración deben ir más allá del simple ejercicio de la voluntad. A la misma vez, somos conscientes de que no podemos activar nuestros afectos por una simple decisión al respecto. No obstante, existe un camino por el que nuestros sentimientos consiguen alinearse con los que son necesarios para una genuina experiencia de adoración.
El paso que debemos tomar es el de traer, en genunio quebrantamiento y congoja, nuestra falta de afectos al Señor cuando entramos en la experiencia de adoración. Clamamos a él porque no queremos caer en una religiosidad desprovista de sentimientos. Compartimos con él que nos preocupa la falta de pasión en nuestra vida, esperanzados de que nuestra confesión despertará sentimientos de afecto hacía él. Nos unimos al salmista, al declarar: «Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás» (51.17).
Este es el punto de inicio hacia una genuina expresión de adoración. A estos sentimientos le podemos sumar expresiones de gratitud, los que siempre despiertan en nosotros el gozo y esperanza.
Tomado de: http://www.desarrollocristiano.com/articulo.php?id=2413
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