martes, 3 de mayo de 2011

Cuando El Servicio Deprime Por Jorge Atiencia

Las sensaciones de desánimo y frustración en la obra son normales. La sinceridad es el primer paso hacia la restauración.

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El ser humano vive una paradoja profunda: lo que más desea es ser conocido tal como es, pero, al mismo tiempo, eso es lo que más teme. ¡Qué contradicción! Anhelamos ser conocidos plenamente, y, por otro lado, sentimos miedo de quedar expuestos en nuestra verdadera intimidad.Si dejamos que la palabra de Dios nos examine, nos va a revelar lo que realmente somos. Es imprescindible mirarnos, al menos de vez en cuando, tal como somos; es importante compartir, quizás con un amigo o con nuestro cónyuge, nuestros secretos más profundos. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de olvidar quiénes somos en realidad: nos acostumbraremos poco a poco a aceptar como verdadera la versión que mostramos de nuestra persona en la vida pública. La imagen que proyectamos es una versión «editada», que mostramos al mundo con la esperanza de que la encuentren más aceptable que la versión real.

Bien, si nos resulta difícil descubrirnos ante otros, por lo menos quitémonos la máscara ante nosotros mismos y frente al Señor. Si no nos despojamos de ella, no conseguiremos madurar.

La historia de Elías, y el modo en que lo trató el Señor, nos ayudan a entender el amor y la tolerancia de Dios hacia nuestra humanidad tan inconsistente.

Un hombre sujeto a pasiones

«Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestra» (Stg 5.17).

¡Qué retrato tan expresivo! Notemos que el texto señala: «Elías era un hombre» Las Escrituras registran las valientes acciones de Elías, un profeta considerado entre los más destacados de la historia de Israel. Pero cuando Santiago hace una lectura de Elías, lo que descubre es un hombre, no un súper-hombre. Ni siquiera lo define como un gigante espiritual o le concede el título de «varón de Dios». Cuando la Biblia muestra a sus héroes, no nos da una versión editada y adaptada: los expone tal como son.  Si dejamos que la palabra de Dios nos examine, nos va a revelar lo que realmente somos. Nuestro Padre es un especialista en describirnos con precisión y en amarnos tal como somos. Dios quiere ministrar a nuestra persona real, no a una «versión editada» de esta.

Las Escrituras nos muestran la espiritualidad de Elías en el contexto de su humanidad y de sus pasiones. Elías era un hombre sujeto a pasiones y oró, invocando el poder de Dios. Sin embargo, ¿qué pasa con Elías ahora que se encuentra frente a la amenaza de Jezabel? Con cara al peligro, el temperamental Elías no mide, no evalúa, no deja espacio para la fe: ¡huye!.

En el Carmelo, Elías desafía con coraje a más de cuatrocientos profetas. Pero cuando llega a él un mensajero de parte de una mujer perversa, se acobarda y decide huir. La perversa reina declara: «Así me hagan los dioses»  los mismos dioses que no se presentaron en el monte, aquellos a los que Elías acaba de exponer como falsos. De pronto, se siente urgido a huir ante esos mismos dioses.

Entre contradicciones

Esa es la paradoja, esa es nuestra realidad. Sentimos valor cuando estamos en la cumbre, pero nos acobardamos en el valle. Somos expertos mientras el éxito nos acompaña, pero inútiles en la crisis. Deslumbrantes en la plataforma, quizás, pero nos desquiciamos en el hogar. Desde el púlpito, causamos impacto con nuestros mensajes sobre el matrimonio y la familia; llegamos a casa, y un hijo adolescente nos pone en jaque o no sabemos escuchar con sensibilidad a nuestro cónyuge. Combatimos con la oración contra las potestades de Satanás, pero lloriqueamos cuando no nos llega el cheque a tiempo. Así somos, esa es nuestra realidad. Esa es la paradoja humana.Nos hemos convencido de que no es posible que el líder, el siervo de Dios se puede deprimir y por eso enmascaramos nuestro estado emocional. Los siervos del Señor no mostraron al mundo una versión depurada de su espiritualidad. Elías sintió deseos de morir y no lo escondió. Así se expresó también Jeremías: «Maldito el día en que nací. Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido», exclama Jeremías ((Jer 20.14).

Es interesante que el Señor se asegura de que esos versos no queden fuera de la Escritura. Todo lo contrario; queden allí, como un testimonio de cómo dar espacio a nuestra humanidad. Dios quiso que quedaran escritas, para que no temamos ser humanos. Que podamos mostrarnos ante el Señor tal como somos, en nuestra genuina humanidad.

La cara de la depresión

Elías llegó al punto crítico en que deseaba morirse. «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» La profunda depresión se manifiesta tanto en lo físico como en lo emocional y espiritual. Nos neutraliza. Nos paraliza. Nos aísla de nuestra realidad. Empezamos a vegetar y perdemos conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor. Perdemos el norte. Sentimos como si nos estuviéramos hundiendo, sin que nada logre detenernos en esa caída. El pantano nos traga y no encontramos nada a qué aferrarnos: las victorias gloriosas del pasado no resultan suficientes para sostenernos.

Elías tampoco hizo uso del pasado para encontrar socorro en su depresión actual. No confesó: «Así como ya me libraste en otra ocasión confío en que igual me librarás ahora». La depresión nos aísla de los recursos espirituales a los que solíamos acceder. Es como un pantano que nos va tragando, igual que al personaje de Ernesto Sábato en su novela El túnel (1): va entrando en el túnel y se pierde en él sin que nada lo detenga. No hay norte. No hay conciencia de lo inmediato.

Regreso a la sinceridad

Humanamente hablando, es imposible ministrar a otros cuando estamos sumidos en una situación depresiva. Pero como somos expertos en «editarnos» a nosotros mismos, muchas veces, aun en medio de la depresión, tenemos el descaro de ministrar, ocultando nuestra realidad. Nos hemos convencido de que no es posible que el pastor, el líder, el siervo de Dios se puede deprimir y por eso enmascaramos nuestro estado emocional. La depresión la pueden experimentar otros: los enfermos, los débiles. Pero del pastor y del líder siempre esperamos equilibrio y sobriedad. De los «fuertes», esperamos una estabilidad temperamental que mantenga todo en orden.

Por eso es que muchas veces ministramos aunque estemos pasando por una depresión. Sin embargo, la realidad se percibe. El pueblo de Dios advierte nuestro estado real porque el Espíritu de Dios le ayuda a discernir, y no se confunde con la imagen que proyectamos. Cuando pretendemos ministrar en medio de la depresión, no ministramos, actuamos. En lugar de hablar, gritamos. Al pastor deprimido se le han agotado las energías para presentar un mensaje fresco. entonces recurre al archivo. En lugar de inspirar a otros, acusa. El líder deprimido no reconoce que el problema nace de su propia condición: para él el problema son los otros, el problema es la congregación.

Elías experimentó el profundo desánimo que ocasionalmente acompaña a quienes sirven al Señor. En la ministración que recibió del Altísimo encontramos importantes pistas para superar esta condición.

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¿Cómo ministra el Señor a Elías en esta situación? Es hermoso ver que el Señor no impide en ningún momento que su siervo viva la paradoja de su humanidad. No interviene para evitar que experimente la perplejidad y la ambivalencia de su condición. Todo lo contrario: lo deja vivir su humanidad. No sale al encuentro de Elías en su versión mejorada sino en la versión real. No impide que viva su crisis, pero lo sigue y lo acompaña en medio de ella.

El cuerpo, primero

¿Cuáles son algunas de las iniciativas del Señor para ayudar a su siervo? En primer lugar, lo atiende en sus necesidades elementales. Un ángel despierta al profeta y le indica: «come». Observamos que la instrucción no es: «traga». Le pide que coma. Una de las adicciones de la persona deprimida puede ser a la comida, pero a comida que no nutre. Aquí, en cambio, el acto de comer está controlado, orientado. Luego lo deja dormir; pero sólo un rato, y lo vuelve a despertar para pedirle nuevamente que coma, porque necesita fortalecerse.

Cuando me hundo en la realidad y descubro la paradoja de mi humanidad, compruebo que soy igual o peor que los demás. ¡Qué sabio es el Señor! Al ministrar a Elías, empieza a colocar fronteras en el descalabro emocional de su siervo. Su objetivo es fortalecerlo, pero, al mismo tiempo, dejarlo que termine de vivir su crisis. Tal como ha señalado alguien, es preciso mantenernos en una crisis el tiempo suficiente hasta sacar beneficio de ella.

El Señor le ordena a Elías: «Come, porque te queda un camino largo, cuarenta días y cuarenta noches». Lo fortalece, pero lo deja vivir días largos y tediosos, días de tremenda soledad.

Regreso a Horeb

Elías hizo lo que hubiera hecho la mayoría de nosotros. Se dirigió a Horeb, al monte de Dios. «Se levantó, pues, y comió y bebió, y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios». (1Re 19.8)

¿Qué representa este monte para el profeta? Representa lo único que Elías sabe manejar, lo que le resulta familiar. El monte de Dios es para Elías el símbolo del éxito. Significa poder, espectacularidad, despliegue de gloria. Allí es a donde quiere retornar: a lo que le provee seguridad.

Fuera de ese sitio, Elías no puede vivir. A menos que esté controlando la situación y manejando poder, Elías se desarma. Necesita estar constantemente en la cumbre, porque es incapaz de vivir en el valle. Por eso busca aquello que puede manejar, una espiritualidad que le permite sentirse cómodo y seguro. El Señor simplemente lo deja llegar.

Elías, examinado

Luego se produce un hermoso diálogo entre el Señor y su siervo. Es casi como si golpeara a la puerta de la cueva. Elías sale… «¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí, Elías? He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (1Re 19.10).

Aquí se nos insinúa la raíz de la depresión del profeta. ¿Qué es lo que realmente ha causado su depresión? Ya se nos ha anticipado algo en el versículo 4, cuando el profeta anunció que deseaba morirse, añadió una frase muy reveladora: «pues no soy yo mejor que mis padres». El profeta había tomado como punto de referencia el nivel de otros y se había propuesto superarlos. Me propongo ser mejor que otros y pongo todo mi empeño en alcanzar esa meta. Pero cuando me hundo en la realidad y descubro la paradoja de mi humanidad, compruebo que soy igual o peor que los demás.

Por mi parte, crecí convencido de que si cada evangélico compartía la fe cristiana con otra persona, en veinte años este mundo estaría evangelizado y transformado.Con cuánta frecuencia, cuando reemplazamos a alguien o cuando ocupamos un nuevo puesto, prometemos: «Conmigo va a ser distinto; estas situaciones no van a pasar». Pero cuando sale a la luz la paradoja humana, nuestra verdadera humanidad, entonces caemos en la depresión: «No soy mejor que aquel hermano que cayó en adulterio; no soy mejor que el hermano que mintió. He sido peor, Señor. Ahora que realmente descubro quién soy, quítame la vida. No quiero vivir».

En el versículo 10, el profeta expresa algo más: «He sentido un vivo celo por Jehová». Pero el Señor no se muestra impresionado ante sus palabras. Dios no lo aplaude: «Bravo, Elías, eso es lo que quiero». Lo escucha; sí, lo escucha pacientemente.

Limitaciones

¿Qué es lo que expresa Elías en su declaración? «Señor, mi celo no ha transformado la realidad. Yo creía que con todo el despliegue de poder y espectacularidad que me permitiste ver y realizar, todo el mundo iba a caer de rodillas; pensé que los falsos profetas se iban a convertir y Jezreel se iba a arrepentir de su pecado. Pero nada de eso ha pasado. Mi celo por ti no ha transformado la realidad. ¡Tanto despliegue de poder, para nada!»

Elías está frustrado y agrega: «Señor, sólo yo he quedado». En otras palabras: «Todo lo que hice no ha producido un verdadero cambio. Para colmo, nadie saca la cara por mí ahora que estoy en problemas». «Señor», —insinúa Elías— «yo creía que me estaba asegurando un futuro, quizás un pequeño pedestal; ahora resulta que me buscan para matarme. Estoy derrumbado; tengo derecho a estar deprimido».

¡Como para no deprimirse! Todo nuestro celo evangelizador no ha impedido que avance el deterioro de la humanidad y aumente la corrupción en nuestro país. Por mi parte, crecí convencido de que si cada evangélico compartía la fe cristiana con otra persona, en veinte años este mundo estaría evangelizado y transformado. Pero no ha ocurrido así. El mundo está peor, no mejor. Cuando tomé conciencia de ese contraste caí en una crisis; me deprimí, porque las bases en las que había asentado mi fe se derrumbaron.

Es similar a lo que nos pasa cuando llegamos a la edad en que debemos jubilarnos. Tendemos a pensar: Tanto trabajar, tanto renegar, tanto esfuerzo en la vida, y ahora, apenas una mísera pensión. Eso deprime.

Dios, impredecible

Elías plantea su situación y expresa sentimientos. En ningún momento interviene el Señor para corregirlo: «Momentito, Elías, estás equivocado, déjame recordarte algo. Ahora me toca reprenderte».

¡Qué sensibilidad la de nuestro Señor!
¡Qué maestro en el arte de escuchar! «Elías, ven, sal fuera». En su magnanimidad, el Señor le da una nueva percepción de Su grandeza.

En primer término, sopla un fuerte viento. ¡Qué poderoso huracán! ¡Rompe las rocas! Pero Jehová no está ahí. Luego viene un terremoto. ¡Qué tremendo impacto! Pero Jehová no está ahí. Tras el terremoto, un fuego. Elías está familiarizado con la manifestación del fuego. Para él, fuego y Jehová son sinónimos, terremoto y Jehová van de la mano, viento tempestuoso y Jehová son análogos.

El profeta estaba familiarizado con las manifestaciones grandiosas del poder de Dios. Pero ahora el Señor le advierte al profeta: «Elías, no estoy ahí» De pronto se oye un silbido apacible y delicado y Elías reconoce en él la presencia del Señor (vv. 11–12).

El siervo de Dios debe reconocer que el Señor actúa de muchas maneras.Elías se cubre el rostro y sale de la cueva. Otra vez ha reaccionado su humanidad: esconder el rostro. No acepta esta revelación del Señor. El Señor quiere advertirle a Elías: «Soy el mismo que se manifestó antes en el monte; soy el mismo que se expresó en otro momento a través del terremoto, el fuego y el viento. Pero no me pongas un rótulo, Elías; no me reduzcas a lo espectacular. No me encierres en una fórmula manejable. Si quieres madurar, hijo mío, tienes que ir acostumbrándote a que soy más que cualquier definición. Tienes que aceptar que también hablo a través de lo inesperado, de lo silencioso, de lo sutil, de la voz apacible y delicada».

El Señor también está en el susurro, en el silencio, en lo inesperado, en la voz del hermano sencillo que me exhorta: «Tenga cuidado con esa tentación, hermano». «Le presto esto que he leído». «Sabe, pastor, estoy orando por usted». «Quiero compartir con usted un pensamiento». Ahí también está el Señor: en lo que no hace ruido, en lo que no parece grandioso.

Si Elías quiere salir de donde está, si quiere dejar la cueva y el desierto, tendrá que acostumbrarse a este Dios que no se ajusta a nuestras definiciones.

Renovada visión

El profeta vuelve a esconderse y el Señor sigue mostrándole paciencia. Lo llama nuevamente a que salga: «¿Qué haces aquí, Elías?» Y otra vez, el Señor lo escucha mientras Elías repite el mismo argumento (versículo 14). Entonces el Señor le habla: «Vé, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y ungirás a Ásale por rey de Siria» (1Re 19.15).

La respuesta de Dios a la desazón de Elías es realmente hermosa. En primer lugar, expresa: «Elías, sigo contando contigo». ¡Qué gracia!, ¿verdad? ¡Qué distinto actuamos los seres humanos!, ¡incluso en las iglesias! Cuando sabemos que alguien anda mal, lo atacamos. Parece que, cuando otros saben que estamos deprimidos, perdemos imagen y autoridad ante ellos. En cambio, el Señor anima a Elías: «Mira, sigo contando contigo, tengo una tarea para encomendarte».

A continuación, le encomienda que vaya a ungir a determinadas personas. Los versículos 15–16 describen a esos tres personajes: un rey pagano, un rey judío y un campesino, al que ungirá como profeta. Elías jamás hubiera esperado ninguna de esas tres instrucciones de parte de Dios. Pero esa es la forma inesperada y nada espectacular en que actúa el Señor.

Podemos imaginarnos a Elías tentado a rezongar: «Señor, ¿y yo? ¿Yo no, Señor? ¿No vas a premiar mi dedicación?» Sin embargo, el Señor le advierte: «Te ha llegado la hora de dar lugar a otro. Elegí a alguien para que ocupe tu lugar.»

¡Qué difícil es que nos reemplacen! ¡Qué difícil es obedecer órdenes del Señor que van en contra de nuestros deseos y expectativas! Pero, a menos que aceptemos que el Señor puede manifestarse de otras maneras y por otros medios, no conseguiremos madurar. En esencia, lo que el Señor quiere aclararle a su siervo es: «Elías, la historia y la realidad no se transforman con acciones espectaculares, sino formando personas, forjando líderes. Estás tan preocupado en levantar tu propio pedestal, tan preocupado por considerarte el único, el más fiel y consagrado. Estás tan ansioso de que te use para provocar un despliegue de gloria y espectacularidad… Pero yo no cambio así la historia, Elías».

El siervo de Dios debe reconocer que el Señor actúa de muchas maneras. Ahora el lugar de Elías no será el del comandante, sino que pasará a la retaguardia. Dejará de ser una figura importante: otros tienen que ocupar ese lugar. Si Elías reconoce que Dios actúa también de forma silenciosa y apacible, le dará espacio para obrar en su vida y en la de otros.

Nota al pie

(1) Esta novela es la obra esencial del escritor argentino Ernesto Sábato, quien la publicó en 1958. Una historia sobre la conversión del amor en odio.

Se tomó de Hombres de Dios, de Jorge Atiencia, Ediciones Certeza ABUA, 1995. Se usa con permiso. DesarrolloCristiano.com, derechos reservados.

Tomado de:

http://www.desarrollocristiano.com/articulo.php?id=2296

http://www.desarrollocristiano.com/articulo.php?id=2320?ref=altohome

Original publicado en dos partes.

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