sábado, 19 de septiembre de 2009

La Iglesia Apocalítica y El Arrepentimiento Por Jorge Atiencia

Introduccion

Por qué hoy no se habla mucho del arrepentimiento? ¿Qué ha sucedido con el llamado al arrepentimiento en las iglesias? ¿Será que hemos cambiado el concepto de pecado? Lo que antes llamábamos pecado ahora se conoce como error, ignorancia, herencia, debilidad, inclinación, opción. Si el concepto de pecado ha cambiado, entonces es inevitable que haya cambiado el concepto de arrepentimiento. Hemos reemplazado arrepentimiento por modificación, reforma, terapia. ¿Será esta una de las razones por las cuales la iglesia se ha debilitado tanto en su posibilidad de introducir cambios profundos en su entorno? En términos bíblicos, el cambio tiene un nombre: arrepentimiento

Llamada al arrepentimiento

Apocalipsis contiene la revelación de Jesucristo para toda la iglesia, con el fin de prepararla para lo que sucederá. Sus capítulos 2 y 3 están dedicados exclusivamente a las iglesias. Se describe detalladamente el mo-mento por el cual atraviesan, la fe que profesan, la misión que desempeñan, el entorno que las rodea y en el que deben desenvolverse. Se describe la composición interna de las iglesias, sus sufrimientos y sus vergüenzas; además de las advertencias, también se las desafía a vencer y se les anticipa su recompensa. El Señor le ordena a Juan que escriba siete cartas (véase Ap 1.11).

En estas cartas descubrimos lo que el Señor describe como la salud que debe tener la iglesia si quiere ser luz para el mundo, agente de cambio en el marco del proyecto divino. A cada una de las iglesias, con excepción de dos, Jesucristo les pide arrepentirse.

Ahora bien, si lo que el Señor pide es arrepentimiento, significa que el problema de las iglesias no es simplemente equivocación, desorganización, distracción, ignorancia; el problema se llama pecado. Para Jesucristo, el cambio que precisan las iglesias no es otro que el arrepentimiento, un giro de 180° frente al mal. Él pide transformación completa, total desprendimiento de lo malo, absoluto rechazo de aquello que el Señor declara como pecado en su Palabra.

La iglesia: una y siete

En su visión, Juan percibe dos dimensiones de la iglesia: una histórica y otra espiritual.

Por un lado, Apocalipsis describe a la iglesia como un organismo situado en el tiempo y en el espacio. La iglesia es el proyecto de Dios, incrustado en la realidad y en la historia. Es la iglesia de Éfeso, la de Esmirna, la de Pérgamo… es decir, un organismo identificable. Esa entidad es singular: de todas las instituciones que existen, sólo la iglesia fue escogida por Dios para comunicar, mostrar y llevar a cabo sus propósitos.

En su realidad histórica, la iglesia es iglesias; es decir, se expresa en la variedad. En la descripción del Apocalipsis encontramos diversidad de virtudes pero también de limi-taciones y pecados. Por un lado, las iglesias muestran la multiforme gracia de Dios; por otro, el Señor también señala en sus cartas los errores y las perversidades de cada una.

La multiforme gracia de Dios se muestra, por ejemplo, en las expresiones misioneras y pastorales adaptadas a los diversos contextos en los que se mueve la iglesia. Ninguna iglesia particular posee toda la gracia, ninguna lleva a cabo toda la agenda misionera. Ninguna de las que se mencionan en Apocalipsis puede asumirse como LA IGLESIA. A todas el Señor las asume como «la iglesia»; por lo tanto, ninguna de ellas puede dictaminar sobre las otras y tampoco puede negarse a tener compañerismo con las demás.

La elección de este número no es arbitraria; en las Escrituras, el número siete simboliza totalidad, algo completo, perfecto. Aun en su diversidad, la iglesia es una. Las siete iglesias son una si están todas, no si son seis o cinco.

El pueblo del libro
Apocalipsis nos presenta a a la iglesia como un organismo sostenido (véase Ap 1.3). No es ella misma quien se sostiene; su progenitor, el Hijo del hombre, Jesucristo glorificado, es quien la sostiene por medio de su Palabra. Él le proveyó la Palabra escrita para nutrirla y capacitarla, para prepararla para el momento decisivo de la historia, el tiempo cercano. Se podría decir que la iglesia se sostiene sobre un Libro —un Libro que ha de ser no sólo leído sino, sobre todo, guardado. De cómo utilice la Palabra cada congregación depende su vitalidad, su pertinencia y su supervivencia. Más aun, Apocalipsis sugiere que la dicha de las iglesias está en proporción directa con el uso que haga de «las cosas escritas [en el Libro]».

Hoy es urgente recuperar esta verdad de que la iglesia, el pueblo de Dios, se sostiene sobre «el Libro». A lo largo del continente la iglesia está creciendo; pero este crecimiento, como dice el pastor Caio Fabio, precisa profundidad —es decir, si por crecimiento entendemos algo más que congregaciones que se multiplican y se llenan de miembros. Para que lleguen a ser comunidades vigorosas y entusiastas, presentes en todas las esferas del quehacer humano, eficaces para transformar las tinieblas en luz, la corrupción en santidad, la pobreza en justicia, el vicio en virtud y el abuso en servicio, es indispensable que las iglesias estén sostenidas sobre el Libro. La iglesia sólo puede ser trans-formadora de la realidad si está fuerte-mente enraizada en la Palabra de Dios.

En esto la iglesia ha perdido terreno. El analfabetismo escritural es hoy alarmante. Tal vez a esto se debe, al menos en parte, el empobrecimiento de la función profética de la iglesia. Si la iglesia se aleja del Libro que la sostiene, su luz se apaga y su sal pierde salinidad. La identidad del pueblo de Dios está cambiando, y no para bien; hubo una época cuando se nos identificaba como el «pueblo del libro», la Biblia; hubo un tiempo cuando el estudio de las Escrituras era una sagrada disciplina.
A este primer amor es imperativo retornar.
La bienaventuranza no proviene de sólo leer; a la lectura se ha de añadir el oír, y al oír, el guardar.
Al primer momento, que es el de la lectura, le ha de acompañar la reflexión, el estudio, la meditación, la oración. El propósito de la lectura es sintonizar una voz, identificar el mensaje contenido en lo escrito. La intención final es convertir el mensaje escuchado en obediencia, en práctica de fe. De esta forma ningún suceso de la historia terminará alejándonos de la fuente de la vida y del poder que es nuestro Señor.
La iglesia gloriosa
Apocalipsis también incluye la perspectiva espiritual y eterna de la iglesia (véase Ap 1.12).
Juan se da vuelta en busca de la voz y sorpresivamente se encuentra con el Jesucristo glorificado. Juan parece no entender el significado de los candelabros de oro; para su mente hebrea, el candelabro de oro significa algo muy precioso, pero no sabe cómo asociarlo con la figura que está en medio. Jesucristo mismo se lo explica (véase Ap 1.20).
La iglesia se muestra aquí como el espacio donde se manifiesta y habla el Hijo del hombre. La iglesia es el ámbito, la casa donde el Señor decide mostrar su gloria.
Juan destaca un detalle acerca del candelabro: está hecho de oro, el material más valioso. Esto habla del valor y de la hermosura de la iglesia. Desde la perspectiva del Señor, la iglesia es de constitución valiosa y perdurable. Su valor proviene de haber sido comprada con la sangre del Hijo de Dios (Ap 5.9). Los ácidos corrosivos de la historia la afectarán, sí, pero no pondrán en amenaza su raíz, su identidad ni su permanencia.
La iglesia, hecha para iluminar
Esta visión de la iglesia como candelabro nos enseña, además, que fue hecha para iluminar. No para deslumbrar ni para iluminarse a sí misma, sino para actuar como candelabro. Si se desempeña como tal, bien podrá ser visto aquel que se pasea en medio de ella, Jesucristo: glorioso, excelso, majestuoso, soberano; el que vive y habla, el que tiene las llaves de la muerte y del Hades.
Durante sus días en la tierra, Jesús enseñó a sus discípulos a ser luminarias (Mt 5.14–16).
Dios quiere que la iglesia, a través de su carácter y sus obras, muestre a Jesucristo, al Cordero inmolado, al Salvador y Redentor, al que ha vencido a la muerte. Cuando la iglesia verdaderamente ilumina, la gente descubre la presencia de un Padre amoroso y lo glorifica.
El propósito de la revelación
La iglesia tiene, entonces, dos dimensiones: la histórica y la eterna. ¿Por qué le fue revelada esta doble realidad de la iglesia a Juan, y a través de él a nosotros? Sin pretender ser exhaustivos, podríamos anotar por lo menos tres razones:
En primer lugar, para que podamos amarla. Tal vez su rostro histórico no inspire amor, pero sí podemos amarla cuando comprendemos su origen, composición y destino. Saber que fue comprada con la sangre del Cordero inmolado, que es lo que le atribuye valor, no puede sino inspirar amor.
¡Cuánto ayuda recuperar esta visión! La iglesia es imperfecta e infiel —por eso recibe censura— pero su Salvador la ama. Él, como su autor y sustentador, es su único juez. Nuestras críticas excesivas dismi-nuyen la calidad de este proyecto divino; a veces preferiríamos deshacernos de la iglesia o actuar sin tomarla en cuenta. No actúa así el Señor, el novio de la iglesia; él todavía se pasea en medio de ella, todavía se manifiesta allí, todavía le habla. Para amarla, pues, hemos de verla como él la ve.
En segundo lugar, se nos da esta revelación para que nos arrepintamos. Jesucristo se revela en medio de las siete iglesias; a todas las tiene en cuenta, a todas las ama, a todas les habla. Nosotros, en cambio, somos separatistas, selectivos, presuntuosos. De esto hemos de arrepentirnos. La revelación de la iglesia como un organismo a la vez histórico y eterno nos es dada para que tengamos una visión completa, para que podamos arrepentirnos y corregir nuestra miopía y rigidez, nuestras declaraciones soberbias y excluyentes. Entonces podremos quebrantarnos, abrirnos a la gracia de Dios y recuperar el rumbo. En fin, esta visión nos es dada para que maduremos como iglesia.
En tercer lugar, la iglesia recibe esta visión para llevar a cabo su misión. Una iglesia con conciencia de su identidad es capaz de desempeñar su misión. La conciencia del ser facilita el hacer cuando tiene conciencia de su realidad histórica y eterna, la iglesia se lanza a mostrar al mundo —con entusiasmo y valentía, con humildad y amor— cuál es el camino de la eternidad, dónde está la ruta de la verdad, cómo encontrarse con un Padre amoroso cuando entiende su doble dimensión, la iglesia renuncia a sus coqueteos con el mundo, se arrepiente de sus infidelidades, pone orden en sus prioridades. La comprensión de quién es la mantiene en constante peregrinaje, con creciente anhelo de novia que se prepara para el encuentro con su Amado.
Sólo la iglesia depurada, consciente de quién es en la perspectiva eterna y de cuál es su misión en el mundo y en la historia, puede enfrentar las amenazas del entorno. Para resistir a tantos embates precisamos comprender las dos dimensiones de la iglesia: la histórica y la espiritual. Retener una sola de ellas es desconocer el proyecto del creador y sustentador de la iglesia; abrazar las dos dimensiones, en cambio, pondrá a la iglesia en la ruta de una boda, de la unión plena y eterna con el Señor de la iglesia.
El autor de las cartas
Juan es sólo cartero. Jesucristo es el remitente. Cada iglesia recibe su carta, y con cada una de ellas Jesucristo guarda una relación estrecha. En cada una de las cartas el autor empieza identificándose y en cada caso menciona rasgos distintos. Algunas de estas características de Jesucristo ya se habían mencionado al describir la visión del Hijo del hombre.
Esto habla de la suficiencia de Jesucristo para su iglesia. Sólo él posee todo lo que cada iglesia necesita, todo lo que las iglesias precisan para llevar a cabo su misión en los distintos contextos.
Jesucristo es suficiente en toda circunstancia; en él, las iglesias suplen sus deficiencias, remedian sus carencias y corrigen sus distorsiones. Ninguna iglesia queda desahuciada; ni siquiera Laodicea, a la que se atribuye la peor condición como congregación. En el Hijo del hombre, total y suficiente, todas son rescatables y toda deficiencia es remediable.
Virtudes y deficiencias de la iglesia
A la presentación del autor le sigue el reconocimiento de las obras de las iglesias, tanto las buenas como las malas. Jesucristo destaca el mérito donde lo hay; por ejemplo, a Éfeso le dice: «Yo conozco tus obras, tu arduo trabajo y tu perseverencia» (Ap 2.2). Cristo no pasa por alto las bondades y virtudes de su novia; y es su reconocimiento el que realmente cuenta. Cuánta falta hace tener esta misma actitud en el pueblo de Dios, especialmente de parte de los líderes.
Jesucristo también destaca cuáles son las deficiencias de las iglesias. En la descripción que hace de sí mismo cuando se presenta a cada iglesia, ya insinúa en qué radica la debilidad de cada una de ellas. Por ejemplo, ante la iglesia de Pérgamo el Señor se describe como: «El que tiene la espada aguda de dos filos» (Ap. 2.12). Pérgamo no está manejando adecuadamente la Palabra de Jesús. Tal vez la ha dejado de lado o ha contaminado el mensaje; lo cierto es que Pérgamo permite la presencia en ella de quienes «retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel»; y también permite la presencia de los que «retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco» (Ap 2.14). Pérgamo precisa un encuentro con su Señor, aquel cuya palabra es clara y cortante.
Cualquiera sea el pecado o la distorsión que presenta una iglesia, seguramente es posible trazar su origen a una deficiencia cristológica. En Éfeso, Tiatira, Laodicea, en cada una de las iglesias que aquí se describe Jesucristo ha sido desvalorizado, mezclado o reemplazado. De ahí que Jesús se manifieste a cada iglesia destacando en cada caso los rasgos de su persona que han dejado a un lado.
Una iglesia en la que Jesucristo no está presente en su expresión veraz y total es una iglesia que queda sin la fuente de amor, sin norte y sin fronteras frente al mal. Cuando nuestro sistema inmunológico se debilita, el organismo se vuelve muy vulnerable a cualquier tipo de amenaza y enfermedad. De igual forma, cuando una iglesia no encarna ni proclama al Jesucristo completo, se queda sin defensas. Esta debilidad, que podría llamarse «deficiencia de Cristo», deja a la iglesia sin vitalidad y muy vulnerable frente a los enemigos. Cualquier «virus» que la visite se queda y la contamina. Sólo Jesucristo puede mantener activo el «sistema inmunológico» de la iglesia con el fin de que pueda llevar adelante su misión en un mundo pervertido y enfrentar con éxito los difíciles sucesos de la historia.
Jesús conoce a su iglesia
En cada una de las cartas, Jesús hace saber a la iglesia que la conoce: «Yo conozco tus obras» Este conocimiento es profundo, porque es desde adentro. Él es parte de ella desde el principio. Jesús guarda una estrechísima relación con su iglesia, una relación de gestador, de pastor, de redentor, de maestro, de cabeza. Por eso su conocimiento no es simple parecer u opinión.
En estas cartas Jesucristo comunica percepciones y emociones profundas. Él conoce a la iglesia como novio; si queremos, estas son cartas de amor. El conocimiento que tiene de su iglesia es el resultado de una relación íntima; Jesucristo reconoce las virtudes de su novia, pero no se hace el de la vista gorda frente a sus vergüenzas. En otras palabras, este conocimiento es sinónimo de intimidad, de verdadero amor. De ahí que podamos afirmar que, al sentirse conocida por Jesucristo, la iglesia se sentirá amada.
Sólo cuando alguien es conocido y acompañado tal como es, con sus virtudes y sus vergüenzas, entonces es auténticamente amado. Este conoci-miento no pasa por alto el pecado, lo denuncia con amor y honestidad. Tampoco se queda sólo en el diagnóstico; este conocimiento se compromete con aquel a quien conoce y ama, para que abandone el pecado.
Estas cartas aportan una valiosísima metodología sobre cómo introducir cambios, muy pertinente para líderes y pastores. Todo cambio en la iglesia precisa un referente cristológico; sólo a la luz de este parámetro podemos evaluar, siempre con amor. Sin amor, los cambios se resisten o combaten. El amor elimina las defensas; entonces se puede hacer el diagnóstico y proponer iniciativas. El amor promueve apertura en la relación y la hace susceptible de cambio.
Esta es la manera en que Jesucristo se acerca a su iglesia, y espera que de igual manera lo hagan sus siervos.
Desafiada a luchar hasta el fin
Jesucristo llama a las iglesias a luchar y a hacerlo con perseverancia, hasta vencer. Evidentemente, las iglesias que reciben las cartas no precisan que se les recuerde la Gran Comisión; parece que han predicado bastante y el evangelio se ha extendido por todos los alrededores: Éfeso, Esmirna, Tiatira… hasta Roma. Sin embargo, el Señor quiere recordarles cosas que sí han descuidado y que son esenciales al evangelio y a la fe: Jesucristo quiere una iglesia combativa, una iglesia dispuesta a luchar hasta el fin. «Al vencedor», repite en cada carta.
¡Qué vulnerables somos, como iglesia, a dejar de luchar! Esto ocurre cuando la iglesia coquetea con la prosperidad, como en Laodicea, y también cuando es perseguida, como en el caso de Pérgamo. Hace concesiones, se acomoda para sobrevivir, tolera el pecado: todo esto debilita la voluntad de lucha.
En cierta ocasión, cuando uno de los gobernantes de la antigua Europa del Este comunicó a los líderes religiosos que habría tolerancia, uno de ellos respondió: «Preferimos la persecución a la tolerancia, porque la tolerancia mata la voluntad luchadora de la iglesia.» En la prosperidad y también bajo persecución estamos tentados a hacer concesiones, como ocurría en las iglesias del primer siglo. En una de ellas había una mujer que convencía a sus seguidores con ideas como esta: «Hermanos, no hay que ser tan fanático; adorar al emperador no va a poner en peligro la adoración al Señor. Participen en los banquetes y en las orgías, así pueden beneficiarse de ambos mundos. No se pierde nada, y se gana el favor del emperador. Ni siquiera se les pide hablar; sólo asistan, con eso es suficiente.»
¡Cuán sutil y engañoso es el acomodamiento! ¡Qué tentados estamos a justificarlo teológicamente para quedar bien con ambos lados! Esa posición es aborrecible para Jesús, y de veras se indigna: «Pero por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Ap 3.16).
La verdadera victoria
La expectativa del Señor en cuanto a las iglesias es que estas lleguen a la victoria. Para esto, las iglesias han de vivir combatiendo. La lucha incluye llamar a la iglesia a arrepentirse, a proclamar a Jesucristo sin hacer concesiones, a retomar la Palabra para establecer con claridad la sana doctrina, a limpiar de la iglesia el liderazgo corrupto, a resistir a Satanás, a retornar a una vivencia personal de la fe (y no sólo institucional o tradicional), a rechazar los coqueteos del entorno, a enriquecer la espiritualidad y la adoración con dones espirituales, a sufrir sin tirar la toalla… por último, a abrir la puerta cuando él llama. Él está con nosotros, y en todos estos ámbitos el Señor quiere que su iglesia salga victoriosa.
Entiéndase; esta victoria es más que aumentar membresía, ampliar el edificio, actualizar los instrumentos, incorporar tecnología, hacer uso de los medios de comunicación, ubicar evangélicos en el poder, organizar marchas; es aun más que guerra espiritual. Es combatir con toda la armadura de la fe para derrotar a todos los males internos y externos que rodean a las iglesias y es enfrentar a los poderes opresores que engañan y esclavizan a los seres humanos.
En este combate resulta decisivo qué arma esgrime la iglesia. El arma fundamental e indispensable es el compromiso con el Jesucristo glorificado y soberano. De ahí que, en definitiva, la victoria más grande de la iglesia consiste en restaurar su lazo con el Señor y tomarlo como él quiere ser tomado (véase Ap 3.20).
Llamada a recibir recompensa
El Señor llama a sus iglesias a luchar y también a esperar recompensa. A cada una de las iglesias se le promete un premio: «Al que venciere». Esta es una dádiva de gracia, es una iniciativa que viene directamente de él, es una recompensa fijada por él. A todo el que venciere le espera un galardón. No es un trueque, no hay intención mercantilista; el Señor no dice: «Si das tanto, serás próspero; si me sirves, serás sanado.»
A ninguna de las iglesias el Señor le promete prosperidad, vida fácil, prestigio; ni siquiera promete evitarles el sufrimiento. Lo que el Señor promete al vencedor es: comer del árbol de la vida; evitar la segunda muerte; recibir el maná escondido; un nombre nuevo; autoridad; luminosidad; vestiduras blancas; tener el nombre escrito en su Libro; ser columnas en el templo; un asiento junto al trono. Estas figuras nos hablan de promesas relacionadas con la plenitud, la calidad de vida, la transformación del carácter, el ejercicio de liderazgo, la intimidad, el servicio.
Las promesas de Dios apuntan a cosas que perduran y que sólo su gracia puede proveer, realidades que acompañan a la nueva creación prometida a los que pertenecen a Dios: cielos nuevos y tierra nueva, como describe Apocalipsis 21. En estas cartas a las iglesias el Señor se compromete a transformar y a sustentar al vencedor, de tal manera que sea apto como ciudadano de la «nueva Jerusalén».
En resumen, cuando todas esas promesas se cumplan, por primera vez se verá lo que es un ser hecho a la imagen y semejanza de Dios. Todas las promesas son rasgos propios de la divinidad: Jesucristo los reúne en su totalidad y plenitud. Él, que se presentó en toda su plenitud a la iglesia, quiere galardonarla reproduciendo sus propios rasgos en cada una. Así la iglesia podrá gustar la verdadera vida, celebrar la intimidad con el Padre, y participar en la contrucción del nuevo reino.
Si esperamos sólo beneficios materiales o nos conformamos con menos de lo que el Señor quiere darnos, hacemos de la gracia un supermercado en el que abundan las ofertas de promoción. El premio del Señor, en cambio, es de calidad total ¡Qué galardón! El premio que nos anuncia nos estimula a recibir, con corazón totalmente abierto, estas cartas en las que el Espíritu se esfuerza por renovar a la iglesia. El Espíritu de Dios quiere llevar a la iglesia a la presencia del Jesucristo glorificado, quiere conducirla al arrepentimiento y comprometerla en una vida combativa cuya culminación será disfrutar para siempre en intimidad con su Señor.
Tomado del libro Apocalipsis No Tengan Miedo, por Jorge Atiencia y Ziel Machado Certeza Unida, Argentina, 2000.
Jorge Atiencia, cumple su función pastoral y docente en la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (CIEE).

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